miércoles, 11 de febrero de 2009

Los paisajes (I parte)




Llegué como todo visitante: atareado por los ruidos de la ciudad que dejaba atrás, por los tiempos que no alcanzan. Llegué y enseguida quise conocer todo. Sabias fueron tus palabras al hacerme entender que en ese lugar ––en esos refugios–– era mejor aletargar el tiempo, dejarlo fluir, dejar de correr, mirar y querer.

Y llegué con la tarde, de Este a Oeste, como corriendo al sol, como si quisiera que el día no terminase jamás. Pero apenas llegué a ese lugar ––a esos refugios–– perdí de vista la estrella que a todo le da forma. Pero los soles artificiales se prendieron de apoco y no hubo nada que envidiarle al día.

La luna estaba celosa. Como siempre que escapo. Después de una ducha más que necesaria salí a recorrer la zona, siguiendo tu consejo. Llegué a la zona donde se anunciaba la llegada a los paisajes. No había que pagar entrada, no había nadie más que yo. Caminé despacio, con la mirada expectante, con los ojos impacientes.

Me detuve en la comisura de tus labios. Los observé de lejos, después de cerca, después pregunté si podía tocarlos y me dijeron que si. Eran suaves como se los veía; las mismas sensaciones en mis ojos y en mis dedos.

Caí muy rápido por tu cuello. Me detuve en esa especie de precordillera de tus clavículas, a lo lejos la destrucción de la línea del horizonte. Las alturas que parecían inalcanzables, el anhelo de querer llegar al límite. Llegar. Detenerme en lo más alto. Disfrutar del aire puro. Disfrutar de cómo se veía tu boca a lo lejos. Y darme vuelta, mirar hacia el Sur. La caída precipitosa, la llanura, el mar.

Perfección. Bajar con cuidado, porque cuanto más alto más dura la caída. Pero ningún riesgo. Y volver al nivel de tu mar. Atrás tu imponencia. Caminar por la llanura. Un desierto hermoso. Llegar al lago; ombligo de mi mundo. Agua cristalina, profundidades casi eternas. Pero ningún temor nadar en él. Salir y seguir caminando. Tu vientre, las orillas de tu mar. Y resultó hermosa la tempestad. Las olas que golpeaban con fuerza. Parecía que el suelo se estremecía a medida que entraba en tu océano personal, en tu decisión de último momento.

Mojarme en tu mar, mezcla de deseos y sal. Sumergirme por completo antes de que la ola se desplomara sobre mí. Volver a la superficie. Y esas ganas de irme nadando, de no volver. Salir a la orilla. Secarme con el tiempo. Sonreír, y volver al mar.

Pero el tiempo se había acabado, y resultaba gracioso, porque el tiempo se acumula en años, en experiencias de vida; el tiempo no se acaba, aunque esas fueron tus palabras. Volver a la realidad, allá a lo lejos, volver de Oeste a Este. Pero la certeza de volver ya era una realidad, y más habiendo tantos paisajes por recorrer. Bajar hasta las profundidades de tus piernas, y ese mundo mágico que se ocultaba del otro lado, en tu cintura y en tu espalda.







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