viernes, 16 de enero de 2009

Testigo

Él la mira, ella no necesita hacerlo para sentir sus ojos observándola desde aquella distancia, del otro lado del vagón. Él la toca con la mirada, provoca esa sensación. Ella se siente deseada, lo es. Él la ve en su totalidad, ella está sentada en la parte del asiento más próximo a la puerta. Él parece un tipo tranquilo, tiene aspecto de artista; no sé por qué. Pareciera que la vestimenta no es algo importante para su imagen: el Jean color azul, un tanto gastado por el uso; zapatillas normales, un poco maltratadas; una remera amarilla y una camisa blanca con unas rayas de color claro le dan un aire bohemio. Su pelo es un poco largo, con un castaño claro que, junto a los ojos verdosos, hacen que seguramente más de una desvíe su mirada para mirarlo. Ella tiene el pelo negro y atractivo como la mismísima noche; su piel no necesita que la acaricien para percibir su suavidad; su boca posee unas curvas un tanto pronunciadas que resaltan con el lápiz labial. Ella parece trabajar de secretaria ––o algo relacionado a las oficinas––, tiene una pollera larga, delicadamente ajustada, marcando su sensualidad; una camisa blanca y un saco del mismo color que la pollera.
Al estar sentada las piernas son más visibles; él pierde sus ojos recorriéndolas. Primero mira sus pies (que no se ven por los zapatos), asciende hasta sus rodillas, sin temor recorre sus muslos ––le encantaría ir por debajo, por detrás, llegar a sus glúteos; pero no, no es el objetivo–– se va deslizando lentamente hacia la oscuridad donde los deseos empiezan a acumularse. Sin temor atraviesa ese hermoso límite donde las piernas ya son el vientre, donde los encantos de transforman; más deseos. Los ojos siguen su camino, ya imaginaron la forma y el color de la ropa interior. Ahora ascienden, se detienen en el ombligo, siguen su camino hasta chocar con el horizonte: los senos. Sus ojos no tienen manos pero igual ––de alguna manera–– él los acaricia, los siente…
Alguien protesta algo. La distracción es una terrible realidad; el peor regreso. Gente por todos lados, calor, quejas, el subte que empezó a andar lento. Volver a mirarla. Pero ahora desde esta realidad.
Él no deja de mirarla, pero con deseos tiernos, a diferencia de los que ella siente, con mayor lividez. Ella hace el mejor esfuerzo para no mirarlo, trata de distraer su mente. Imposible. Cuando lo vio subir en Florida, ella giró la cabeza sin enfocar demasiado, hasta que se detuvo en él. Antes de que él clavara sus ojos en su cuerpo, tras quedarse obnubilada un instante que le preció eterno, dejo caer la vista hacia un punto fijo. Él no se había percatado en absoluto, porque estaba luchando por encontrar un lugar cómodo dentro de la lata de metal. El lugar le pareció horrible (en el medio del vagón donde todos te piden que te corras para poder pasar). Pero cuando él la vio a ella desaparecieron las quejas y los malestares.
No se conocen, hasta ahora no tienen nombres, hasta ahora no tienen historias, hasta ahora son solo deseos ocultos unidos por una mirada. Los dos piensan teorías sobre la vida del otro, pero no quieren caer en el engaño de las apariencias.
El subte se detiene en alguna parte por un problema entre Malabia y Dorrego. Él la sigue mirando, no se percata de lo que pasa. Ella piensa, imagina, fantasea con la adivinanza, solo la adivinanza, acerca de la vida del hombre que la mira del otro lado del vagón. Ella lo mira sin enfocar su vista en su rostro, que está entregado completamente a la belleza de la pasión, sin importar los prejuicios morales, sin importar el lugar, sin importar las consecuencias. Él la desea con ternura: imagina acariciar su mejilla (que está cada vez mas ruborizada), imagina tocar su boca, tan hermosa y sensual; con los dedos, continuando la caricia de la mejilla ruborizada de placer, con ese calor interno de los cuerpos que desean. Imagina besarla, pero a su manera: detener el movimiento antes de que los labios se unan, para previamente mirarla de cerca, ver el deseo en los ojos de ella ––igual que él siente––, apoyando levemente sus labios en los suyos, uniendo sus cuerpos en un ritual exclusivamente del ser humano, exclusivo de dos personas en un momento único. Ella sigue pensando en cuál sería la historia del chico que la mira. No se anima a mirarlo. Su cuerpo empieza a sentir el calor que viene dentro de su cuerpo, siente la presión en el pecho, en el vientre. Piensa cosas que son prohibidas en los dominios de la razón y la cordura, pero no puede evitar el pensamiento sobre los rituales del amor, donde los cuerpos responden al lado instintivo. Ella se imagina desnuda en una cama grande y desprolija por esos dos huracanes que se encuentran en un punto. Huracanes que chocan con su furia, mezclándose el uno en el otro, para ser una sola tempestad, donde la furia arrasa con los prejuicios, para desvanecerse lentamente en la calma del momento después. Pero pasa de fantasía en fantasía. Imagina su cuerpo desnudo. Su cuerpo que se apoya en el suyo, su boca que lo besa. Besos, caricias, suspiros, gemidos; deseo de estar así, sin saber por qué necesita hacer el amor, pero feliz. Otra fantasía, los mismos protagonistas. Pero todo en su mente, todo irreal, todo en un subte donde nadie se mira y donde nadie piensa en hacer el amor.
El punto de inflexión. El punto donde las historias toman forma de historia, donde no hay punto de regreso. Ella lo mira, no resiste la pasión. Sus ojos reclaman algo prohibido en ese lugar, en ese momento. Él se sorprende: ahora es la presa. Ahora la energía de la pasión de cada uno viaja a través de sus ojos, su pasión y sus deseos viajan a través de ese puente invisible donde la realidad de un destino empieza a manifestarse. Ella lo mira. Él hace fuerza para sostenerle la mirada. El subte arranca de vuelta, ninguno de los dos se da cuenta del fin de la demora. El piensa la mejor manera de llegar hasta ella. Llegar más que con su mirada. Le sonríe levemente, sin dejar de mirarla. Ella suelta una mueca, con los ojos (que miran más que a un chico con su mochila en la espalda del otro lado del cagón de metal). Ella grita que lo reclama, pero dentro suyo, en su mente alterada.
Un hombre se para entre ellos, rompe el hechizo, el puente se derrumba. No se miran, tampoco quieren buscarse. Es normal, los temores recuperan fuerza; algo los frena para que sus pensamientos queden solo en pensamientos. No se miran. <>
Me levanto y le doy el lugar a una señora, empujando un poco al hombre, que se corre y deja libre ese canal de energía apasionada. Me corro levemente, les doy el espacio que necesitan para seguir con todo ese lívido ritual. Se abstraen mutuamente, están en su puente de deseo. Ella lo mira. La línea que separa un día como cualquiera del destino esta atravesada. Nada puede evitar su encuentro. Él la vuelve a mirar, sonríe de vuelta. Se acerca. Está decidido. No sabe que decir y no le importa, porque no habla su él de todos los días, habla su vida oculta de la vida cotidiana, habla su vida entre paredes, en la desnuda intimidad. Ella lo espera, quiere que se acerque. Su cuerpo se estremece. El calor y la humedad de su cuerpo la llevan a niveles incontrolables de excitación. El puente se comprime y se destruye en miles de pedazos. Ella pierde la mirada por la timidez del momento en el que él se para enfrente de ella. Se acerca para decirle algo.
Necesito saber que va a decir. Me acerco a la puerta simulando que me voy a abajar (aunque en realidad me tengo que bajar). Es inminente el final. Pero quizá no llegue a verlo. Solo un poco más. Por qué no se rompe el tren.
––Soy Tomás ––dice él.
––Natalia ––dice ella.
––No puedo decir lo que siento, porque a mis palabras le faltarían tantas sensaciones que siento al verte, que no alcanzarían para expresar todos mis deseos.
––Ya lo sé. Pero igual quiero escucharte…
De nuevo el silencio. Pero no es el silencio de la duda, es el silencio de la necesidad, necesidad de no decir nada.
Tomás toma la mano a Natalia. La sonrisa es instantánea. Se bajan en Lacroze. Yo me bajo a tomar el tren también. Los veo caminar apurados, pero no por un tren. Toman un taxi cualquiera, y se pierden en la inevitable contemplación de la lejanía. Me pregunto si se estarán besando. Deben ir hacia algún lugar donde puedan cumplir las fantasías que pensaron en el subte. Pero en sus mentes, sus cuerpos disfrutan la hermosa sensación de paz que ofrece el momento después de hacer el amor.

2 comentarios:

  1. Hola...

    Primera vez por aqui... Y me llevo un muy buen sabor de boca...

    Muy bello el relato... definitivamente me he transportado al momento... prometo regresar...

    Besos:)

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  2. Me ha encantado...He disfrutado de tu escrito muchoooo..
    Un beso muy cálido

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